* Crónica de una visita a la ciudad en donde judíos, moros y cristianos vivieron en perfecta paz y armonía
Por Hernán Gutiérrez B.
Visitamos Córdoba por primera vez el verano pasado. Llegamos por tren, de Sevilla y a Andalucía, unas horas antes, por autobús desde Faro, un pequeño y antiguo puerto turístico, pues no hay vías del tren que comuniquen el sur de Portugal y España. Córdoba es pequeña pero tiene todo el carácter de las grandes ciudades andaluzas: festiva, generosa, elegante y muy caliente. Pero además tiene la judería, un barrio medieval donde vivieron el médico Maimónides, el filósofo Averroes, judíos, moros y cristianos (en perfecta paz y armonía), San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Pío Baroja y el matador de toros El Cordobés en el espacio de muchos siglos. La ciudad es tan relativamente pequeña que puedes llegar caminando de la estación del tren a la judería en 20 minutos.
Se celebraba en esas fechas el Festival de Guitarra de Córdoba y, plan con maña, asistimos a tres (o cuatro) conciertos: el de Sabina y Serrat, “Dos pájaros de un tiro”, en un estadio de futbol, el de Manuel Barrueco en el Gran Teatro de Córdoba y el de David Russel en el Nuevo Teatro Cómico, que era realmente un teatro tan nuevo que ningún lugareño sabía dónde quedaba; el edificio parecía de la arquitectura del hierro y tenía el techo de cristal y no se encontraba lejos de nuestro hostal, excepto que la judería es un laberinto imposible de adivinar que te va llevando, sobre todo si estás un poco extraviado, a los lugares más inesperados y bonitos, incluido ese pequeño teatro.
Cuál sería nuestra sorpresa que en una de estas calles laberínticas y angostas me encontré frente a frente, o más bien de espaldas, con mi primo L. Nos saludamos y comimos en el Bar Santos, mítico y famoso por su tortilla española, sumamente barata y buena, y su salmorejo. Esa tarde, el viejo Santos nos contó todo tipo de historias de toreros, ancianos lujuriosos, esposas enfermas, artistas famosos y buenos hospitales de San Diego mientras L. remataba estas historias con otros cuentos espeluznantes sobre Mexicali, toreros cornados, operaciones en la plaza, médicos asesinos y hospitales de Long Beach, donde trabaja él, que no curan a nadie después de las vacaciones. El pan, el queso y el tinto de verano sabían deliciosos también en medio de estas conversaciones fortuitas, dramáticas y divertidas en una fonda de tres por cinco metros sin mesas ni bancas. Las esposas se sentaron sobre una hielera.
Un poquito más lejos, cruzando el río Guadalquivir y la mezquita, se encuentra el estadio municipal El Arcángel. Uno de los muros de la mezquita está frente al Bar Santos, por cierto. Es una pared de piedra amarilla enorme y coronada con grandes torres. Por sus enormes puertas se entra a un jardín árabe y luego a la catedral: una pequeña capilla en medio de un gigantesco templo islámico del siglo VIII repleto casi hasta el infinito de arcos, mosaicos y columnas llenos de color, diferentes unos de otros. En el estadio nos dimos cita la tarde del 12 de julio más de 13 mil hinchas del rock y la nueva canción catalana. Fue una de las plazas más llenas de toda la gira por España, que ya es decir mucho; y no porque sean estadios demasiado grandes, la mayoría tienen un cupo de 15,000 al tope, sino porque juntar a trece millares de cordobeses en un jardín, con la luna llena, y ante semejante orquesta está de pensarse (bien).
El trayecto por el río, por el puente romano, y bordeando la judería es hermoso. Seguíamos a dos parejas que tenían la facha de ir al mismo sitio que nosotros. Nosotros ni idea, sólo caminábamos, cruzábamos calles, aceras y bulevares ciegamente, hasta que vimos el estadio. No estaba lejos. Luego nos acercamos y nos asustamos un poco: el estadio parecía un enorme estacionamiento sin terminar. Nos formamos en una de las filas y como llegamos una hora antes del show conseguimos un lugar casi frente al escenario, del lado izquierdo. Desde la cancha, El Arcángel sí parecía estadio de futbol. Poco a poco se fueron llenando los asientos del prado hasta que la gente tuvo que empezar a subirse a las gradas.
Había señoras, señores, niños y adolescentes entre el público, pero también mucha gente guarra, joven y maciza; algunos se disfrazaron de Sabina con bombín y camisa de rayas y otros tomaban vino de talegas bien curtidas, otros más comían emparedados de tortilla y jamón; al final, antes de comenzar, muchos se pusieron hasta las chanclas de fermento de uva o de música y la trifulca se armó justo con la primera canción, porque el público se saltó las reglas y se amontonó de pie frente a nosotros. Tuvo que intervenir la policía pues no nos dejaban ver nada, pero no antes de que casi fueran linchados por los andaluces enardecidos y gritones —tienen un acento de lo más peculiar e irrespetuoso— que vociferando y amenazando intimidaron hasta el propio Sabina que no se atrevió ni a voltear sino hasta bien entrada la cuarta o quinta canción. Cabe decir que hasta que no quitaron por la mala a la gente de “vidrio” no supimos que era lo que cantaban los dos pajarracos.
Fue un concierto temático, como los parques de diversiones. El tema era la salud mermada de los dos, al grado de que los dejó a las puertas del estadio una ambulancia, y la rivalidad que les suscita saber quién de ellos se va a morir primero y cuál de los dos es el más provinciano, mejor cantante, peor galán, etcétera. Nos hicieron reír con sus ocurrencias y chistes pero sobre todo nos deslumbraron con aquellas canciones originales de aquellos viejos discos Mediterráneo, La paloma, Mi niñez, Física y química, Hotel dulce hotel y El hombre del traje gris. La big band, con todo y uniforme y atril, estaba conformado por Miralles, Verona, De Diego, músicos y arreglistas de esas épocas y discos, y por algunos metales y percusiones. Así, uno cantaba las canciones del otro y el otro del uno. A Sabina, por ejemplo, le salió muy bien “Penélope”, “Lucía” y “La fiesta” y a Serrat “Y sin embargo”, “La del pirata cojo” y “¿Quién me ha robado el mes de abril?”. Pero a Sabina le salió igualito también su trazo de la calle melancolía, su estancia de 19 días y 500 noches y su hacer mucho ruido y hasta un pacto entre caballeros. Y a Serrat, sobra decir, “Señora”, “Pueblo blanco” y “Cantares”. Fueron por lo menos dos horas de concierto, pero qué les cuento yo de aquellos aires lejanos y sin brújula si venieron a cantar, en octubre, a nuestro terruño: a Durango, Culiacán, Monterrey y Puebla. Y ya viene el disco.
Andalucía está invadido por el Sahara. Hace el mismo maldito endemoniado calor. Luego los olivares son infinitos. Nunca terminan. Y más allá aparece una ciudad como Granada, de ensueño y no sólo por la Alhambra, que casi ni se ve, pues está arriba en medio de un bosque. No, Granada es una ciudad de bulevares y palacios, de antiguos mercados destruidos y riachuelos que suben hacia los cuentos, de abadías de ricos y mercaderes y de empinados y blancos barrios árabes; o de calles tomadas por la tarde por burgueses culposos y sin perdón, alegres turistas sin educación y gente con amor y territorio y frontera. La antigua casa de García Lorca es una quinta en medio de un parque fuera de sitio: alrededor solamente hay edificios de condominios. La casa de Manuel de Falla, a la que lo iba a visitar Paul Bowles cuando cruzaba el canal con su chofer marroquí, también está cerca del bosque de la Alhambra: una casa azul llena de geranios rodeada por casas iguales y pequeños árboles en una calleja oculta.
El concierto de David Russel fue uno de los mejores del festival, al margen del de los “dos pájaros” medio muertos (¡qué vivos!). Tocó piezas del suizo, amigo de Andrés Segovia, Hans Haug, de Bach, de Weiss y de los compositores peninsulares Enrique Granados y J. Brocá. Russel no sólo no se equivoca con los dedos, tampoco con el espíritu. Su ejecución está llena de compasión y de perfección, como si habitara en un territorio llamado música donde las cosas ocurren lentamente y se pueden tomar decisiones que nadie parece notar: dinámica, ritmo, inflexiones, estilo. Por otra parte, Manuel Barrueco, cubano, salió muy nervioso y nunca se tranquilizó a pesar de que tocaba con la Orquesta Sinfónica de Córdoba. O tal vez por eso mismo. El Gran Teatro nos resultaba muy alto y desde el último piso no se veía gran cosa, además estábamos incómodos, por el barandal; así que conté las filas y los asientos vacíos y nos cambiamos en el intermedio: quedamos muy bien ubicados justo a un lado de la señora de abrigo rojo y cerca del señor calvo que vimos desde arriba. Y además nadie nos tapaba. Luego me dio un ataque de tos largo y penoso, tan fuerte que hasta los músicos de la orquesta volteaban a verme. Si me hubiera quedado arriba, en mi asiento, nadie se hubiera dado cuenta, amén de que me hubiera podido salir al pasillo de puntillas. Karma. Luego se me quitó la tos y me arrepentí de arrepentirme, pues ahí abajo y ya sin carraspeo se oía y se veía mucho mejor que del palco.
Nos fuimos de Córdoba otra vez en tren, pero nunca olvidamos el acento andaluz. Ni, para tal efecto, la música ni la ornitología ni el calor ni el salmorejo.