Pese a su calidad indiscutible, en México la película ha sido sometida a una hipócrita forma de censura mediante una difusión limitada
Por Dr. Alvaro de Lachica B.*
andale94@hotmail.com
De alguna manera llegó a mis manos una copia de El violín, película mexicana que usted necesariamente tendrá que verla o por lo menos, habrá oído hablar de ella: pienso que se trata de la película (100% mexicana) más impactante de todos los tiempos y también la más premiada a nivel mundial en toda la historia del cine mexicano. Es también un compendio brutal y conmovedor de ese otro México marginado, injusto y con frecuencia violento que subsiste en gran parte del territorio nacional.
Filmada en un bellísimo y contrastado blanco y negro con la naturalidad de un casi obligado estilo documental. El violín es una película de momentos, de miradas, de silencios; de frases inconclusas que paradójicamente completan y definen las ideas. Sin un tiempo ni una geografía definida, está centrada en esa guerrilla de respuesta a la marginación del campesinado –perenne y principal víctima de la postración y la injusticia en tantos países de “pujante desarrollo”– por parte del poder abusivo de gobiernos que obligan al Ejército a ser su operador.
El violín no le da concesiones a nadie: ahí están las operaciones militares de arrasamiento y quema de casas y pueblos; la bestial violación de una indígena –¿le recuerda un suceso reciente?–, con gritos tan desgarradores que se quedarán para siempre en la memoria; la ejecución en caliente de quienes se niegan a delatar a sus compañeros y el aplastamiento de los derechos humanos con las armas. En contraste, la película humaniza un tanto a los soldados al mostrar a alguno compasivo por el hambre indígena y a su capitán tan despiadado como fascinado por la música.
Por eso es probable que El violín no sea una película “reveladora”. Sin embargo, la clave no es el qué sino el cómo. Y es en este punto donde esta modesta producción cinematográfica alcanza alturas de obra de arte. Aprieta el corazón y no lo suelta. Apela a la razón sin darnos tregua. Su debutante director, Francisco Vargas, y su entrañable protagonista, don Ángel Tavira, logran una comunión extraordinaria entre sí y una complicidad permanente con un tercero que somos nosotros, sus espectadores.
Mientras basura hollywoodense invade la inmensa mayoría de los cines, así cada nuevo churro no venda ni la tercera parte del boletaje, una obra de arte como El violín es sometida a una hipócrita forma de censura mediante una difusión sumamente limitada que difícilmente traspasa las fronteras del Distrito Federal.
Con un anciano (no actor) inalterable, de ojos que se apagan y encienden entrañables, con el rostro en carne viva de tan piedra y tierra abierta en surcos; un “abuelo dios” antiquísimo de fuego y luna llena, canta alrededor de una última fogata con el hijo de su hijo, y se reconoce –el abuelo– en la impaciencia del nieto, en sus travesuras elementales por las que el futuro entrevé la rebelión insosegable, perennemente aplastada, de los desheredados de la tierra, la pesadilla que nunca termina, el perfume persistente de la miseria de los hombres y mujeres del campo.
¿Por qué el mal del mundo, el mal radical, perverso?, ¿por qué ricos tan ricos y pobres tan pobres?, ¿por qué jóvenes soñadores que jamás llegarán a ser abuelos de fuego o luna?, se pregunta el pequeño con sus ojos de sorpresa, con un por qué solitario y elocuente, cargado de miedo y frío, “¿por qué, abuelo?”.
Y la voz del padre mayor debiera ser un canto de violín serrano, un sonecito huasteco que de tan alegre te puede hacer llorar o caer en un ensueño de bosque y milpa. Su melodía de papá grande no calla, también tiene cantos para conjurar el frío de las noches, e historias aún más antiguas traídas del pasado, desde el panteón de los originarios, y le contesta a su nieto que, en el principio, los hombres eran hombres, así nomás, hasta que un dios maloso hubo de inventar a los hombres malos y éstos sumirían al mundo en la noche del miedo y el robo. Entonces, la gente de paz, los primeros hombres de aquellos tiempos, tuvieron que dejar ellos de ser hombres y mujeres de paz para volverse guerreros, para intentar traer de nuevo la paz a la Tierra, para que el hombre volviera a ser hombre.
El violín es un poema fílmico, teñido en un blanco y negro de cinema serio de belleza terrible; es la mirada de un niño que lleva el canto del papá grande, a pesar de que para el abuelo hermoso “se acabó la música”. El violín es un niño que lleva las armas truncadas de su padre más allá del olor de la pólvora, más allá de las torturas y la infamia y la locura y la estupidez y la maldad. No, la música no se acabó, la llevo aquí en un callejón adolorido del alma, junto al violín del abuelo de todos nosotros.
* Integrante de Alianza Cívica, en Ensenada, BC.