Desde la Ciudad de México he escuchado y leído con pavor lo que viene ocurriendo en Tijuana. No hubo periódico que no ocupara su portada para mostrarnos la imagen del soldado que carga, en una mano a un pequeño y con la otra, una metralleta para ponerlo a salvo. Lo que ocurre en Tijuana no es exclusivo de esta ciudad, a lo largo y ancho de todo el territorio nacional la violencia delincuencial es incontenible. Este tipo de guerra se libra entre dos bandos: los gobiernos y las bandas delincuenciales; o varias bandas que se disputan los territorios para controlar el largo proceso de producción que significa el cultivo, la elaboración en laboratorios, la distribución, y el consumo de drogas, así como el lavado de dinero y la compra de armas. Es decir, hay una compleja y variada división del trabajo en el negocio de las drogas; y lo que vemos con los secuestros, encobijados, enteipados, encajuelados, con sus respectivos tiros de gracia, sólo corresponde a la acción de un sector de quienes participan de ese negocio. Las balaceras, y su consecuente diseminación de terror, sólo nos permiten ver mediáticamente la parte más sangrienta, la más morbosa, la que muestra que sus actores son individuos mercenarios o sicarios que en muchos casos están vinculados a los propios cuerpos policíacos o militares.
Esta situación se asemeja a la acción de un cáncer agresivo sobre el organismo. ¿Habrá manera de extirparlo? ¿Cómo lograrlo después de muchos años de padecerlo, a pesar de que gobiernos van y vienen, a pesar de la tolerancia inicial de empresarios, de socios de Clubs Campestres, de cámaras empresariales, de la gente bonita de los fraccionamientos de ricos de Tijuana, y que hoy mismo también son víctimas? Recuerdo cómo por allá a finales de los años setenta, cuando llegaron ciertas familias identificadas claramente como "narcos" a construir mansiones en el fraccionamiento Chapultepec, no escandalizaba a nadie, pues su poder económico deslumbraba a la alta sociedad tijuanense. Impusieron formas de vida de lujo y derroche, y desplegaban tal atractivo que produjo un modelo que dio lugar a los famosos "narcojuniors".
Para que las bandas del narcotráfico, de secuestradores, se hayan mantenido tanto tiempo, y haya obtenido tantos poderes: en lo económico, en armas, en capacidad de fuego, en compra de policías y ministeriales, etc., sólo ha sido posible gracias a una base social cuya complacencia nace en la posibilidad de jugosos negocios; y, también, a un respaldo proveniente desde el interior de las instituciones gubernamentales y/o estatales. Más allá, de la conformación de redes internacionales y nacionales, cuyos nombres son muy conocidos por los telespectadores.
Frente al estado de terror que hoy vive la población de Tijuana, no podemos contentarnos con la explicación que el gobernador Osuna Millán da a esta situación: "es una prueba de que vamos ganando la guerra". ¿Vamos, quiénes? ¿Por qué los ciudadanos tienen que ser víctimas de esta guerra, arriesgando su vida y la de sus seres queridos, expuestos a los secuestros, a una bala en un fuego cruzado, en los mismos sitios donde tienen su residencia, su trabajo, su escuela?, pues la cuota de policías muertos sólo ha venido mostrando el grado de corrupción e impunidad que prevalece en los cuerpos policíacos. El señalamiento de que: "!es la guerra!", "!es la guerra!", es para justificar la muy equivocada política calderonista de sacar al ejército a las calles a hacer las tareas que corresponden a las policías, y a violar derechos humanos. Mientras, ni los financieros, ni las élites que lavan dinero; ni los políticos cómplices, son objeto de investigación ni de nota en los titulares de los noticiarios.
La autora es Maestra en Ciencias Educativas por el IIDE-UABC, y estudiante del Doctorado en Ciencias por el DIE-Cinvestav-IPN. Correo electrónico: r_marinez@yahoo.com